Antonio López Alonso

Obra creativa de Antonio López Alonso, editada por Ediciones Irreverentes, Edaf, La Universidad de Alcalá y otras. Premio de relatos "Antonio López Alonso".

15.2.07

Primeras páginas de "Soledad de otoño, infancia de silencio"



ERASE UNA VEZ

Vivo en la ladera de una montaña. Los robles salpican el suelo juntándose, y sus raíces forman un enrejado bajo él de cientos de brazos y manos abrazándose.
Cuando acude el viento, sus ramas se rozan y de sus caricias se expresan las confidencias más secretas que jamás haya podido escuchar el bosque desde la premiosidad de los tiempos y del eterno silencio de las ocultas voces.
Una choza de piedra y de madera me protege de la lluvia, de la nieve, llenándomela de olores cuando el fulgor de la primavera alcanza se máximo criterio volcánico en erupción.
Pero sobre todo me protege de ese viento frío del invierno; ese viento rastrojero que se levanta en la sierra y rueda como una rueca montaña abajo, buscando el final de la cuesta, de la pendiente.
Unos cuantos álamos de juventud perenne, sombrean, –cuando la pujanza del sol tiene su máximo poderío- de estrellas el verde esmeralda del suelo del prado.
Un caño, en su norte, enriquece de agua este pequeño espacio terrenal de mi última vida, donde los sueños, sueños son y el dolor es más sentido.
Cansado de un mundo inhóspito donde se hablan miles de lenguas que se expresan como mensajes diferentes, donde cada uno habla y araña del que a su lado está; convencido de que existe una única VERDAD y por lo demás me cuesta tolerarlo por el rasgo insoportable con el que lo reconozco, aunque he peleado a lo largo de mi vida para acariciar mi entorno, susurrarlo, creer ciegamente en él, lo siento, no he podido y por eso estoy aquí.
Por eso, exhausto de esta tierra, cosmos, universo, me he retirado gozoso a este rincón, donde nadie desea urgentemente de mí, pero, donde dispuesto estoy para ser interrogado cuantas veces sea necesario.
Nala, mi perra, tan vieja como yo, no ha querido abandonarme; muy al contrario, la tengo tan adherida a mis pies, que me resultaría un imposible no tactar su piel en todo momento. Algo de cansancio también habita en ella. Le pasa lo que a mí: es fatiga de la vivida existencia la que apura y arremete y empuja a esta soledad. Ella así lo ha entendido. Por eso permanece en este destierro junto a mí. El puro convencimiento sin posibilidad a la duda, sin fisuras por donde puedan penetrar los miedos que me han perseguido desde que nací, me ha colocado donde estoy.
Es mejor así.
Ha sido, pues, insisto, una decisión, única, exclusiva, soberana. Puedo seguir trotando por el mundo, pero este trozo de tierra es mi permanente residencia aún no contaminada.
Quizás esta decisión pueda interpretarse como una idea de contenido psicótico, delirante, paranoica incluso. Pero no; sé muy bien lo que hago. Cansado de vivir estaba.
Me incorporé; incorporado estoy a este rincón del alma donde el tratado de voces y penalidades, aún no me alcanza.
A veces uno se destierra al sitio donde, en el alma, o con el alma, ha permanecido desde que nació. Pero, en realidad está en otra parte, en la consciente e inconscientemente deseada, en ese silencioso temblor de la tierra apartada, de la tierra que siempre fue así: un registro de la propiedad sin nombre, sin palabras.
La luna grita un puro clamor transparente de ecos sin color paridos en todas las noches: es propiedad suya ser engendrada, fecundada a cada momento por el alarido que le viene por todos los vacíos existentes. Y escondidos en cualquier lugar, la noche, el día, trae a este lugar multitud de sonidos de procedencia ignota que quedan fosilizados en mí, en el más puro silencio, en el ritmo constante e inacabado de lo que no se oye nunca, pero mentira es, porque minúsculas erupciones volcánicas me alcanzan aunque se resumen en mí como sugerencias de una suavidad prioritaria.
Me parece que acerté; que he acertado. A veces llego a considerar si todo esto es un sueño; pero no me lo creo. O quizás un producto de la imaginación donde ficción y realidad resultan imposibles de separar. En cualquier caso, uno a veces se siente tan trasladado, tan fuera de sí, que lo que más pueden son los recuerdos, y en estos resulta muy difícil asegurar que su contenido es exclusividad de algo que ha sido vivido. Sería un error interpretarlos así porque su tendencia al engaño se hace a veces insoportable.
Vivo, pues, en una choza aislada del mundo, reclamado tan solo por mí, mesurando mi blanca barba de senectud con los dedos uncidos de arrugas que propone el tiempo.
Debo confesar, en un profundo gesto de interiorización personal, que la gente de este cosmos no ha digerido mi rareza todavía. No esperaba otra cosa. También la soledad, el aislamiento provocado intencionadamente es atacado. Me lo esperaba, como la cigarra arde en deseos de habitar la espiga del trigo cuando la época alcanza.
Es mi última historia; muy probablemente. Y los personajes que por ella desfilan son poco comunes, simulando un perfil, silueta indefinida de lo que somos: seres insaciables, voraces, que pretenden, -desde su lado más oculto- despojarse de las miserias de alguna manera.
HABÍA UNA VEZ UN VIEJO QUE VIVÍA EN UNA CHOZA EN LA LADERA DE UN MONTE…


EL TARTAMUDO

Moisés era tartamudo desde que nació.
Creció como todos los niños de su pueblo, pero en la escuela se entristecía siempre que el maestro le sacaba al encerado y le preguntaba cosas que venían en los libros: los ríos, las montañas, el pronombre y como se juega con los números.
Pero a Moisés la tristeza se le huía de la cabeza en cuanto se sentaba en su pupitre.
Había aprendido de la naturaleza, que el murmullo del río era entrecortado, que la lluvia hablaba cuando le venía en gana, y que el viento tenía un lenguaje intermitente.
Conforme se fue haciendo mayor, fue aprendiendo que en la vida nadie es perfecto: a unos les faltaba una mano, otros caminaban saludando, los ciegos nada veían, los árboles mueren en otoño e incluso la inteligencia, la esperanza y la bondad se proclamaban de muy distintas formas en el alma de los hombres.
El propio amor de sus padres, hermanos y amigos era bien distinto.
Nada en este mundo tenía el privilegio de la equidad.
Por eso, Moisés, no se desesperó nunca porque las palabras que salían de su boca tuvieran el estigma de la torpidez.
Él era así y como se aceptaba, en cierto modo la felicidad se amasaba en él.
- "Lo importante es seguir caminando… ca… mi… nos". Se decía para sí una y otra vez.
Y se hizo mayor.
Y su deseo de saber, no se aquietó. Muy al contrario: expresó a sus padres la necesidad de incorporarse a la Universidad.
- Si tu quieres, vete; le dijeron.
- Quiero ser abogado para defender a los culpables inocentes.
Un silencio brotó en el espacio virtual en el que se teje el amor entre padres e hijos y que se refleja en la mirada compartida del consentimiento.
- Haz lo que te haga feliz.
En el pueblo la gente se preguntó como un muchacho que apenas si podía sacar las palabras, elegía la voz bien expresada para caminar por la vida.
Cundió la perplejidad.
Guiado por su afán de superación, -ya en las aulas-, se presentó a delegado de curso, de Facultad, al Consejo de Estudiantes, percatándose en profundidad por primera vez en su vida del valor de la palabra, y que, con frecuencia, más importante de lo que se dice es la forma de decirlo: vocalización, dicción, morfología, ritmo, intensidad.
Tenía, -pensó-, todas las de perder en el MUNDO DE LAS APARIENCIAS.
Intentó expresarse con frases cortas cuyo contenido fuera bien entendido: "probablemente no sea cierto"; "quizás sea mejor esperar"; "debemos de buscar la verdad".
Pero nunca fue elegido ni delegado de Curso, ni de Facultad, ni del Consejo de Estudiantes.
No le importó. Terminó su carrera. Y cuando se licenció se dió cuenta cada vea con más convencimiento que la gente que hablaba mucho se equivocaba con frecuencia y que el diálogo comedido era un acontecimiento extraño.
Empezó a trabajar con abogados que manejaban la palabra con astucia, picardía y exigencia. Pero en sus corazones predominaba las ansias de poder, de acumular dinero, el rito, la apariencia, todo aquello que escapa a la VERDAD.
Quizás en esto tuvo mala suerte: de todo hay en la vida.
Y regresó.
Retornó al pueblo que le vio nacer.
Y meditó acerca de la existencia, de la relatividad de la palabra, de la autenticidad del silencio y de la estética del viento, del eco de las cosas que le rodeaban con murmullos apenas escuchados y que le daban a su alma más quietud que todas las voces juntas de los hombres.
Y se quedó para siempre en el único sitio.


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